Thursday, November 10, 2005

Sabine

Conocí a Sabine una tarde cualquiera. Olvidé la lectura aburrida y me centré en sus ojos; por primera vez en mucho tiempo sentí el impulso de aferrarme a ese instante puro de vida, a esa intuición lapidaria de que el mundo podía cambiar a mis pies con tan solo una caricia de sus manos llenas de blancura arquetípica. Desde entonces, sin faltar un sólo día, acudo puntualmente a conocer el precio de la comanda, la posibilidad de elegir entre la leche fría o caliente, o acaso la indicación extensa de dónde se encuentra el periódico de turno. Ensimismada, racial, mediterránea y dulce, Sabine me ha apartado del dolor de esta vida, como si tuviera la posibilidad de curar mi corazón hipertrofiado y mis cuitas infames de imbécil herido. Cuando la veo resuelta y vivaz, como una ardilla coqueta, se me revuelve mi corazón lleno de sombras. Sabine, ponme en tus manos, madéjame en la rueca de tus besos, tiéndeme un oculto hilo de araña benefactora y fúndeme en tu abrazo de mantis religiosa. Destrúyeme, porque quiero ser polvo en tus manos, viento disperso esparcido en el aire que lleva el aroma dulce de tu sexo cálido. Arráncame de esta vida sin sentido y hazme ver el valor de una estúpida mañana de siempre, como la de todas las jornadas del mundo donde hacemos lo mismo, con esa sonrisa torpe y consecuente del salvaje feliz, del idiota con suerte.

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