Tuesday, December 06, 2005

La vieja señora

Se acerca a tí cuando estás tomando alguna copa en un velador céntrico, en alguna mañana donde la gente viste de domingo y las calles bulliciosas están ensimismadas en ese sopor especial de un día festivo. Sus manos sarmentosas te muestran un bolígrafo, un muñeco de plástico, un encendedor de colores, pañuelos de papel. Apenas saca un hilo de voz; debe rondar los ochenta años. Su cara avejentada y curtida por la tórrida paliza de la vida sin cuartel se le torna triste, taciturna, casi avergonzada de un oficio infame y fuera de lugar en una especie de siniestra carcoma viviente. Vestida con una bata desvencijada y digna, te clava sus ojos y con ellos la rotunda protesta de la infamia cebada sobre su pelo alborotado y sus tobillos hinchados por el reuma. Las camareras le ofrecen agua, los transeúntes le entregan el dinero si aceptar nada a cambio . Yo la veo por las tardes, sentada en una mesa, devorando con dignidad un bocadillo ofrecido de la caridad espantosa de los bares. Una voz lúgubre y asquerosa se levanta de los corazones humanos para clamar por una mano que la lleve de un regazo... vana esperanza. Por las mañanas ya espera sentada en la marquesina del autobús, doblada por la espalda quebrada. Por la noche aún recorre las calles. Aparecerá algún día muerta por el cansancio en el banco público de la enésima plaza de la ciudad que en el fondo le da la espalda.

Somos todos culpables de su vida y de su muerte. Que el Dios que exista le de una vida plena, allá donde las dimensiones del espíritu se alcen, para que olvides, vieja señora, las repugnantes caridades y las sonrisas hipócritas.

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