Sunday, January 15, 2006

Un amor desaparecido (I)

Me enamoré de Teresa a primera vista. Quizá se debiera a la soledad de las guardias del hospital, en la meridiana madrugada. Quizá se tratara de su rostro impenetrable, probablemente sumido en alguna pena trascendental, que la hacía glacial e impenetrable a las miradas cálidas. Lo cierto es que las frases comunes fueron fluyendo progresivamente entre nosotros hasta que en algún momento, cómodamente instalados en una complicidad creciente, decidimos citarnos en algún lugar donde la luz nos permitiese mirarnos sin un velo opaco. Allí estaba Teresa, dulcemente llena de color en su sonrisa humanizada, mirándome con ojos profundos, dejando mover aquellos labios que deseé desde el momento mismo del primer encuentro. Allí estaba Teresa, hablándome de sus miserias y grandezas, dejándome fluir su voz de heroína de otros tiempos mientras yo me enamoraba con un deseo creciente, que comenzaba a subirme hasta el pecho y me estallaba cada instante con una intensidad desconocida.

Acabé besándola en un cálido sillón turquesa. Sus besos era suaves; tanteábamos nuestros labios con la quietud del amor descubierto en un estado embrionario, casi temiendo desbordar un deseo inevitable y creciente. Teresa comenzó a llorar

-Manuel, me besas con una ternura que apenas he conocido

Reprimí mi intención de rebelarle mis deseos de dejar de vivir la vida si se apartase en ese momento de mis brazos. La acompañé a casa:

-Quiero pasar esta noche a tu lado, Teresa.

La noté turbada. Una excusa extraña salió de lo más hondo de su incertidumbre y se instaló en mis oídos. Desconcertado y respetuoso, me despedí en el umbral de su casa. Su beso de despedida en mis mejillas me clavó una daga en lo más hondo del deseo. Como una sombra por las calles de Córdoba, deambulé aturdido, enamorado y asustado.

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