Monday, January 16, 2006

Un amor desaparecido (II)

Nos citamos a la salida del hospital. Cenamos en la ribera del río, mirando fluir el agua. Confieso que me sentía torpe. Abominaba de esas frases de presentación y cortesía que preceden a la verdadera antesala de la complicidad, pasillos de un amor que conduce a una estancia cálida. Teresa irradiaba una serenidad casi heroica mientras mis ojos estaban abiertos con la ventana de un amor sin prejuicios.

-Ayer quise estar contigo a solas, Manuel. Tu maldito compañero se empeñó en invitarnos. Tuve que soportar no compartirte a solas.

Ciertamente aquel imprevisto me llenó de rabia. Pensaba que el destino me la arrebataría para siempre sin volverla a ver nunca más.

Estaba más arrebatadora que nunca. Hablaba sin parar, pasando de uno en uno por todos los temas triviales que van precediendo a un momento de intensidad máxima, donde el terreno abonado a las confesiones está dispuesto a desplegarse. Deseaba con todo mi ánimo engrandecido rebelarle mi amor más profundo.

Sin embargo, desde el primer encuentro, había observado una extraña disposición de dolor en su expresión, que íntimamente me daban a entender el secreto de algún asunto irresoluble, la manifestación de una frustración o acaso la latente herida de un amor pasado que aún palpitara sin descanso. Era bella y elegante, y no era de extrañar que los azares de la vida mundana hubieran dejado repetidas huellas de dolor en un corazón tan puro. Tomé sus manos entre las mías y le solicité con franqueza la confirmación de mi intuición. En lo más hondo de mi amor no era la curiosidad lo que me impelía a solicitarle una aclaración, sino más bien el secreto deseo de que una confesión sincera arrebatara definitivamente de su alma las congojas de una pena sin testigos.

-Manuel, estoy muerta de miedo, metida en una crisis que me parece en el fondo irresoluble. He amado a alguien o quizá le sigo amando...¿qué supondrá en el futuro perderle para siempre? ¿dónde quedan los instantes pasados, los besos dados? El tiempo pasa, la vida se me va. Y él sigue ahí flotando sin llegar a mí, como una sombra de la que no puedo zafarme.

Antes de continuar sonrió tímidamente y estrechó mi mano con fuerza:

-Tienes las manos tan ásperas... Y sin embargo tomas las mías con tanta dulzura...

Me miró con vacilación. Sonrió nuevamente. Me abrió a las palabras del alma sus labios rotundos:

"Me enamoré como una loca de aquel hombre. Comenzó siendo cualquiera y ahora empezaba a convertirse en el todo de mi tiempo y de mi vida. Nos veíamos clandestinamente... Él -sabes, Manuel- está con otra mujer. Apenas hemos gozado de instantes de paz. Cuando me citaba, le contestaba de pura rabia con alguna excusa. Cuando desesperada le pedía una cita, se ausentaba con algún pretexto al cabo de un rato, tras un beso furtivo. Cuando llegué a Córdoba le pedí que viniera conmigo. Aún no me ha contestado.

"Me encuentro angustiada, acuciada por verle un final a todo esto. Le amo y al mismo tiempo le odio. Esta espera me está matando.

Mi amor por Teresa era puro como un rayo de sol salido del contacto con la superficie de un cristal precioso. Decidí arrojarme al dictado de una ternura sin egoísmo:

-No puedo por más que quererte con franqueza casi estúpida. La primera vez que te ví me pregunté por el motivo de la melancolía que se reflejaba en tus ojos. Cuando te besé por primera vez, arrancaste a llorar. Acabo de comprender que tu apelación a mi ternura fue en el fondo un llanto por todo lo que aquel hombre te había arrebatado...

Vacilé hasta continuar:

-Habla con él con la intención de extraerle sus verdaderas intenciones. Fuérzale a darte una respuesta contundente. No tienes nada que perder. Si accede a ser tuyo, serás feliz; si te rechaza definitivamente, podrás enterrar para siempre esta incertidumbre. La amargura de tu rostro es creciente. A momentos de ternura preceden miradas perdidas, silencios incontestables. Una creciente y mortecina luz de congoja te lava de la cara ese aire de amor y te deja convertida en una imagen de cera. No puedes continuar así.

Escuchaba atentamente mis palabras y asentía. Su pelo ondulado y rizado, de mechones claros, ondeaba en una quietud estatuaria. Sus manos de madonna napolitana yacían entrelazadas en la mesa, ajenas al hambre de mi boca sedienta por precipitarse.

Concluimos el ciclo vital del entendimiento profundo. En el Café nocturno cálidamente iluminado cogió mis manos y las besó tiernamente. Clavé mis abrazos en su piel como un enloquecido. Ataviada con una camisa blanca, su cuello manierista resaltaba heroicamente.

Nos fundimos en una caricia creciente. Mis brazos se aferraban a su espalda como si el devenir me la arrebatara para siempre, como si una muerte súbita me la dejara inerme entre la fuerza inasequible de mi aliento vital hacia sus labios. Yacía recostaba sobre mí, con los ojos cerrados, respondiendo a mis besos como transportada por un presentimiento aciago. Reíamos y llorábamos en silencio, pasando del miedo a la euforia de una manera agónica, consumiendo los últimos cartuchos del dolor a punto de ser traspasado por la llama viva de una luz benefactora.

Y entonces me ofreció su boca mortífera en el umbral de la puerta sagrada de su casa prohibida. La amé viva y evocadoramente en mi paseo de vuelta. Teresa se había instalado en mí como se instala el olvido, para no marcharse nunca más.

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