Saturday, April 08, 2006

La muerta

Había muerto siendo niña. Envolvieron el cuerpo en un sudario de seda blanca, esparciendo ungüentos sobre su piel aún caliente. Peinaron su cabello ya rígido en una ceremonia de raíces milenarias y la dispusieron a la exhibición ordenada, mientras caía el sol de rigor y las moscas zumbaban sobre la estancia atascada por un olor a hinojo seco.

Durante dos meses los padres apenas abandonaron la tumba. Dispusieron una lona dura sobre el olivo que daba sombra, y allí, inmóviles, con sendos rosarios en la mano y el rostro carcomido por la desolación, le hablaban de las cosas comunes de la vida, de los acontecimientos cotidianos y de los proyectos de un futuro sin esperanza. Cada mañana, puntualmente, recogían flores silvestres que colocaban a los pies de la tumba. De vez en cuando retocaban con un pincel las incisiones doradas que dibujaban el nombre de la niña en la lápida de mármol negro. Llegó el calor, y entonces, bajo el suelo caliente, extendieron esteras de esparto, velando como guardianes enloquecidos los restos del fruto segado tempranamente.

La Guardia Civil se presentó el último día de abril para comunicar el desalojo. Ciertas obras que habrían de remozar el cementerio; el creciente peligro de los muros de cal a punto de vencerse... el padre protestó sin éxito, siendo conducido al calabozo mientras la madre se agarraba a la tierra y tragaba cal y arena. El camposanto fue cerrado.

Una semana después el cuerpo del alcalde apareció colgado de un chaparro, con un trozo de sudario blanco de niña muerta recogido en la mano crispada. La tumba se encontraba abierta y vacía. Dicen los viejos que, por la noche, vieron a los padres cavar sobre la tumba, tomar el ataúd aún blanco y cargar con él sobre un carro tirado por una mula también blanca. Lo cierto es que en algún lugar de la comarca, o más allá de las montañas, el cuerpo de la niña custodiado por unos padres devotos descansa en paz para siempre.

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