Monday, January 23, 2006

Un amor desaparecido (III)

Teresa me había citado cerca del puente. Corría un viento llegado de muy lejos, soplando aromas del desierto luminoso. Se aproximaba la hora de un crepúsculo rojizo, sangriento: sentí un miasma duro subir desde la espuma del agua hasta el centro de la gravedad de mis miedos, susurrante y mortecino. Fuera la premonición de un desastre, o la inquieta sombra de la espera, lo cierto es que temblé con rabia. Teresa se aproximaba desde el arco de acceso. Por entonces mis ojos ya sólo bebían de su causa.

Paseamos en silencio. Teresa había vuelto a mostrarme su rostro atenazado de un dolor probablemente incontestable. Paró en seco y tomó mi mano. Antes de respirar con hondura, como quien expira su alma en un último aliento, miró con creciente tristeza la silueta casi cobriza del agua. Fieramente bella de halo mortífero, lanzó un suspiro como de esfinge clásica:

-Manuel, sólo deseo ser tu amigo. Posees cualidades excepcionales como hombre. Pero desde hace tiempo apenas puedo pensar en otra cosa que en matar esta desolación. Él me ha respondido: ya no me ama. Estoy yerma. He sido vencida. Manuel, mi Manuel, mi corazón está exhausto. Puedo ser tu amiga; no puedo ofrecerte más.

-Teresa, me duele no tenerte de cuerpo a cuerpo. Me duele no beberte, no tomarte entre mis manos, no volver a recorrer tu espalda mientras te clavo el aguijón de mi lengua en las entrañas de tus besos. Será mejor llevar caminos distintos. Que seas feliz.

Teresa callaba.

Córdoba era una tumba con mi nombre. Por aquel entonces, y aún hoy, esa ciudad quedó encerrada con la elegía del recuerdo. Aquella luz, aquellas piedras, se llenaron de un luto que tañía puntualmente en las campanas que tocaban a cuartos, a medias, y a mi pena.

La fría mañana de mi último viaje los campanarios mudaron. Teresa se hizo de piedra. Convertida en estatua, fue eterna. Y yo, en mi temporalidad maldita, aún la busco. Será el viento del desierto, o aquellos malditos besos que me arrebataron el sosiego. Lo cierto es que perdí para siempre, y que en algún lugar, mirando desde el puente, alguien lleva mis ojos a recaudo, mi alma en sus manos y mi esperanza enterrada.

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