Sunday, July 09, 2006

Uma bica, obrigado.

Todas las mañanas el cónsul Manuel Carlos Nogareda veía desde su casa de Alfama el amanecer hipnotizado por la luz cegadora del Atlántico, incluso creyendo que, de un momento a otro, el gigante Adamastor emergiese de las profundidades y fuera a engullir los últimos veleros que, cargados de copra, salitre y seda, llegaban desde los confines de Macau o los archipiélagos portugueses de Insulindia y Goa. Olía a flores frescas de los mercados cercanos y ya desde el Sodre se oía el batir constante de las olas que llegaban hasta el mismo corazón de la ciudad abierta al mar desde las escaleras del Cais. Detestaba repetir camisa, razón por la cual Amâlia depositaba en el biombo abierto una nueva , que don Manuel, el Cónsul General de España, aprestaba a oler un instante antes de ceñirla sobre su cuerpo algo enjuto, un tanto apergaminado, pero lleno de energía. No en vano, había de acaparar la suficiente como para bajar Alfama, enfilar la Baixa y llegar, puntual, como siempre, al Brasileira:

-Bom dia. Uma bica e um sandes de presunto e queijo

Que le era servido con una diligencia muy británica.

Don Manoel pagaba en escudos de vellón y marchaba hacia la legación, cercana a la Praça da Republica. Desde el despacho azulejado, veía Sao Bento, las nervaduras góticas de la Igreça do Carmo y el ángel de la Rua da Prata velando con su corona heroica por la protección de la ciudad frente al enésimo terramoto. Aquella mañana resolvió la expatriación de dos marineros gallegos, dos litigios civiles de jurisdicción supuestamente española y agenció a los respectivos secretarios de comercio y asuntos jurídicos a sendos departamentos portugueses, lo que le dio tiempo, en esa dulce vida del dolce far niente diplomático, a revisar las noticias de la prensa y a reparar en el correo personal no abierto. Le sorprendió un sobre blanco, de textura sensible y calidad inigualable, que contenía su sólo nombre: Manuel. Abrió la carta:

"Hoy es el dia, mi niño, te espero en el Martinha para el viaje. Ven ligero de equipaje, yo me he encargado de todo".

Se le había olvidado la cita. Ya eran las 12 de la mañana y hubo de despachar asuntos corrientes hasta despedirse.

Por las calles de Lisboa vieron a don Manuel saludar a Fernando Pessoa. Bom dia, Bom dia, en una letanía presurosa y algo artificial que se efectuaba en la Rua do Carmo, frente a la tienda de guantes "Au bonheur des dames". Don Manuel miraba taciturno el reloj, ya casi era la hora señalada por la dama de la misiva. Decidió hacer un alto en el camino, al fin y al cabo ella podía esperar un rato más. Entonces fue al Sao Carlos, donde había escuchado días pasados la Tosca. Pasaba el 28, con su metálico chasquido de gigante ferruginoso. Alguien, desde los altos, cantaba un fado tradicional, de esos que lloran los

perdidos sonhos da criança

¿Habrá tiempo de tomar un café sólo, de esos que recién importados, llegan al Brasileira desde Cabinda? Entró y pidió

-Uma bica, por favor

Dejó su sombrero claro en el mostrador de mármol. Tenía unas manos delicadas, huesudas, como pintadas por un manierista. Era elegante, quizá debido a su delgadez, o a esa forma de mirar de los andaluces, mezcla de la sabia indolencia romana y la sensualidad de los árabes. Hablaba fluidamente cuatro lenguas; la mitad de su biblioteca estaba compuesta de libros extranjeros y había amado, en su conjunto, a mujeres de los cinco continentes en sus destinos remotos, que por cierto elegía teniendo siempre en cuenta tres factores: que hubiera buen vino, buen café y un teatro de ópera. Fue Secretario de embajada en Manaos, en Buenos Aires y La Haya y en Nankín; Ministro Consejero en Milán, Nueva York y Salzburgo. Y cómo llegó hasta Lisboa es asunto oficioso de malas lenguas, muchas de las cuales afirman que por una mujer que cantaba en las tabernas de la Mouraria, y que acabó por morírsele muy pronto. Fuera como fuese, Don Manuel ya se había retrasado de la cita un par de minutos.

-Has llegado un poco tarde, dijo ella
-Tampoco tengas tanta prisa. Al fin y al cabo, el viaje será largo.

Le vieron salir del Martinha de Arcada y desaparecer tras la esquina primera de la Baixa, bajando desde la Rua Augusta. Las viejas de las tabernas y las arrocerías de la zona, que bien le conocían, afirmaron que le vieron de la mano de la muerte vestida en forma de mujer elegante.

Fuera como fuese, el despacho de Don Manuel quedó vacante y fue ocupado por un joven inexperto, de esos que desconocen los folletines librescos de la óperas y nunca han leído a Don Fernando, ni mucho menos han oído hablar de Ricardo Reis o de Alexander Search, que, al fin y al cabo, son heterónimos del gran lisboeta. Y cuando hablo del gran lisboeta me refiero a Pessoa, no al cónsul general de España Don Manuel Carlos Nogareda, que Dios tenga en su gloria porque, lo que en Lisboa una vieja se huele de la muerte, siempre es verdad.




Valentina Dolgova (I)

Valentina habia perdido a sus padres en el desastre nuclear de Chernóbil. El ejército tuvo suficiente tiempo para desalojar las guarderías estatales de toda la zona siniestrada. Entre ellos se encontrada Valentina Dolgova, que aquella mañana se habia despedido de su madre con un beso cotidiano. Fue la última vez, pues la onda expansiva invisible había fulminado a los habitantes cercanos, sorpendiéndoles en alguna actividad cotidiana. Cientos de niños fueron confinados en aviones de transporte del ejército y llevados a las estepas centrales del Asia subártica, donde el frío y los miasmas polares mitigaron poco a poco los efectos devastadores que, de vez en cuando, se tomaban la frágil vida de algún niño. Valentina vivó la desolación como una especie de sueño hipnótico, pues, acostumbrada a las rigideces y la disciplina de una vida extricta, de pronto podía correr por las estepas con libertad, jugar sin horarios y disfrutar de excursiones, teatros con guiñoles y una instrucción relajada. Se sentía arropada y cálida, pero el paso del primer año de cautividad forzosa dió pie a una honda melancolía que empezó a embargarle. Fue una noche, en la que soñó claramente con los brazos de su madre reteniéndola en el pecho, cantando una canción que llevaba nombre de alguna bailarina que daba vueltas y vueltas; entonces comprendió que había sido dulcemente engañada y empezó a hacer preguntas, preguntas que nunca fueron respondidas sino por evasivas.

- ¿Dónde está mi madre?

-Allá lejos, en un viaje sin retorno, -fue la respuesta de la niñera estatal de rasgos asiáticos.