Monday, November 28, 2005

La memoria recobrada

Mi padre se había comprado un carro antiguo de paja. Lo tiraba una mula torda, con las orejas gachas y la pereza de toda la vida, que ronroneaba del mal humor del trabajo de arrastrarle a él y a sus fardos de pieles, que vendía por los pueblos opulentos de las sierras del carbón, en la Andalucía del hambre, el silencio y la posguerra. Me contaba de los maquis, que de vez en cuando salían de los rastrojos con las manos negras, las boinas caladas, el gesto duro y derrotado, los fusiles cargados, pidiéndole comida, agua o algún pellejo de vino, despidiéndose con rapidez. Me contaba de los mineros recién salidos del pozo, con los ojos inyectados en sangre escupiendo carbón líquido y corriendo a la primera taberna para hartarse hasta reventar de vino y de carne. Me cuenta de los señoritos colgados de los chaparros, que los rojos de los montes ajusticiaban como voz última de un pueblo oprimido y sangriento. Y de las sonánbulas de los cortijos, que deambulaban por los cerros y las dehesas hasta que el frío las despertaba y morían del miedo allí mismo, sin saber a ciencia cierta quién las había llevado tan cerca de los pozos de los muertos y las fosas de los fusilados. Todos los relatos que siempre salieron de su boca tenían un entierro, una muerte, una pérdida, una desgracia familiar, un malfario y una bají premonitoria y fatal. Andalucía del campo fue y es todavía una tierra de misterio, sangre y esparto seco. Y el fantasma de mi padre, Manuel, Manuel de los campos, con su burro a cuestas y su esperanza al hombro. Cuendo le ví morir, padre viejo y duro, le ví sobre una sierra, con una sonrisa de hinojo y una camisa abierta, diciéndome hasta siempre como un señor y un valiente, que es lo que fuiste siempre.

Tuesday, November 22, 2005

Espejos

Recuerdo un espejo veneciano, forrado de un plomo que se iba descomponiendo. Mi rostro reflejado tomaba la aparienciade una pintura clásica: ojos suaves, contorno perfilado con sutiles líneas; mejillas dulces, rubicundas; cabello abundante, agitado, enmarcado en una barba arrogante, caballeresca. Una pose libresca y valiente.

El segundo espejo se hallaba en un Café decimonónico. Mis facciones estaban hinchadas por una muesca de placer y falta de voluntad, cargadas de la pesada conciencia de la voluptuosidad a flor de piel, del vicio sin ambages, de la sexualidad enferma. Miraba como si mis ojos fueran un estilete agudo que fuera a perforar la intimidad del otro.

El tercer espejo despierta mis sueños por la mañana. Mi rostro está cansado, abotargado, hinchado por el reflejo de las pesadillas. Frente a él soy más miserable que nunca. Cuando muera, desde el espejo de la vida, reflejaré unas arrugas miserables y unas facciones duras. Retornemos pues, a los clásicos, quizá porque en ellos los defectos se dulcifican y las faltas se maquillan.

Sunday, November 20, 2005

Proust

<>. El indiferente. Marcel Proust.

Siempre observarás que tras el encanto erótico de una mujer se encuentra una flor, anticipadora del deseo. Aún recuerdo el crisantemo de Odette trabado en la costura de un palabra de honor, cuando en el coche nocturno Swann se acerca a oler su esencia e inicia, probablemente, una historia de amor irrepetible.

Amo irrefrenablemente a aquellas mujeres que calan una flor en el costado de alguna mejilla, trabada en el pelo.

Saturday, November 19, 2005

Gawazi

Gawazi debe ser dulce como la miel del Cuerno de Oro y las especias de Armenia. Tiene el don de captar las texturas y aprehender los asuntos del mundo. Gawazi es bella y dulce como la aurora boreal; pero su corazón es puro y contundente. Cuidado, viajero del camino, si te enamoras de sus palabras: porque son un veneno necesario para el que no hay antídoto conocido. Se mete en tu piel y te mira ensimismada, cono los ojos de los niños que dicen verdades como templos. Gawazi es un viento suave que trae almizcle, sándalo y araucaria. Ten cuidado con sus danzas, porque ni el mismo Ulises podría haberse resistido atado como un tonto al mástil: Cuando canta, el abismo está servido. Que los dioses te toquen siempre con el dedo divino, prodigándote, dulce y desconocida amiga, con el don de la palabra siempre certera.

La caída

Acaba de bajar por las escaleras. Se ha resbalado. Derrotado, como fulminado por un rayo que le traspasa, se queda sentado en los peldaños, respirando agitadamente. Sudor frío, mirada triste e impotente, como de haber perdido la capacidad del reflejo de antaño. Está sumergido en una pequeña derrota, infligida por el paso del tiempo sobre sus huesos y su carne: "me he caído", dice, mientras le alzamos y apenas puede clavar sus ojos en los nuestros, como en esa especie de vergüenza estúpida por haber cometido una falta sin justificación. Entramos en su casa que huele a tabaco, a polvo acumulado y a cerveza, construida por retazos de las fotografías de la esposa muerta, los hijos que viven fuera. Mirada de ojos hundidos, un abatimiento profundo. Como un galeón desgastado por el salitre, se tumba en el sofá y recibe los cálidos consuelos de los extraños cercanos. Quizá piense en la muerte, mientras los vivos bailan el baile de máscaras de la compasión que se olvida pronto.

Wednesday, November 16, 2005

Mirar, mirar

Mirar a los ojos de quienes me son desconocidos. Es una afición secreta, íntima, pero tan dentro de mí que apenas podría aparatarla de mi identidad más propia, como la textura de mis fluidos o el olor de mi pelo. A menudo me siento en un Café y observo; me gusta robar sin botín el alma de los demás, indagar en sus miedos y en sus pasiones. A veces la mirada se vuelve ofensiva, pues ciertos momentos me siento con el hambre voraz del ladrón de voluntades, y entonces miro con la intención de vampirizar a la zorra coqueta, al cabrón extorsionador, a la mojigata ninfómana, al bohemio embustero, a la religiosa pagana, al chulo cobarde, a la intelectual intransigente... soy capaz de hacer distinciones en los matices de las pupilas: creedme si os digo que en los ojos ajenos sólo veo vicio, amor, silencio, dolor contenido y miedo, tanto miedo como para llenar un cielo y un infierno. Somos carne de un alma atormentada, o quiza afortunados hijos de un limbo sin fondo.

Monday, November 14, 2005

El hombre desvalido

Frente a las marquesinas herrumbrosas de la estación, espero la partida del tren. Los decorados fríos, el olor de una humedad ferruginosa, el orín secándose en los raíles, la extraña reverberación de las voces. Observo a un hombre que no encaja. Está vestido como un campesino que nunca ha salido de la aldea, con una bolsa de tela en la mano y el billete colgando de sus manos de venas sarmentosas. Tiene esa mirada sabia e inocente de un hombre venido de las montañas de Capadocia, de las riberas del Caspio, de los valles suaves de la Mesopotamia profunda. Está completamente perdido, mirando como un enloquecido los andenes, buscando el tren que le llevará a vivir a una inhóspita metrópoli. Tiene las trazas de acabar la primera noche durmiendo sobre cartones improvisados, completamente desvalido, desprotegido, violado por una patria y una lengua que no le pertenecen. Me pregunta por el tren con destino a la ciudad de destino. Le señalo el reloj, la vía. Asiente, agradecido y triste, con mirada de animal herido. Comprendo que, al explicarle una y otra vez los pasos a seguir, no me comprende. No sabe leer. Entonces vislumbro su dulce mundo de siega y labranza, sus sonrisas de Ángelus dominical, sus ciclos solares y su milenaria forma de mirar a las pupilas, clavando un aguijón de dignidad y nobleza no corrompida. Pero debo marcharme. Mustafá, Kemal, Turgut, Rheza u Osman, armenio, macedonio, persa, hindustaní o árabe, me tiende la mano con fuerza. Su gesto me transmite la seda milenaria, el olor a las especias de los mercados, la sonrisa permanente del corazón inviolable y la calima del indómito desierto. Que Alá o Vishnu o Buda sean contigo, hermano. No olvides meter en los bolsillos un trozo de tierra, para tocarla siempre, y sentir que la vida es fría y molesta, como la arena guardada.

El hombre desvalido

Frente a las marquesinas herrumbrosas de la estación, espero la partida del tren. Los decorados fríos, el olor de una humedad ferruginosa, el orín secándose en los raíles, la extraña reverberación de las voces. Observo a un hombre que no encaja. Está vestido como un campesino que nunca ha salido de la aldea, con una bolsa de tela en la mano y el billete colgando de sus manos de venas sarmentosas. Tiene esa mirada sabia e inocente de un hombre venido de las montañas de Capadocia, de las riberas del Caspio, de los valles suaves de la Mesopotamia profunda. Está completamente perdido, mirando como un enloquecido los andenes, buscando el tren que le llevará a vivir a una inhóspita metrópoli. Tiene las trazas de acabar la primera noche durmiendo sobre cartones improvisados, completamente desvalido, desprotegido, violado por una patria y una lengua que no le pertenecen. Me pregunta por el tren con destino a la ciudad de destino. Le señalo el reloj, la vía. Asiente, agradecido y triste, con mirada de animal herido. Comprendo que, al explicarle una y otra vez los pasos a seguir, no me comprende. No sabe leer. Entonces vislumbro su dulce mundo de siega y labranza, sus sonrisas de Ángelus dominical, sus ciclos solares y su milenaria forma de mirar a las pupilas, clavando un aguijón de dignidad y nobleza no corrompida. Pero debo marcharme. Mustafá, Kemal, Turgut, Rheza u Osman, armenio, macedonio, persa, hindustaní o árabe, me tiende la mano con fuerza. Su gesto me transmite la seda milenaria, el olor a las especias de los mercados, la sonrisa permanente del corazón inviolable y la calima del indómito desierto. Que Alá o Vishnu o Buda sean contigo, hermano. No olvides meter en los bolsillos un trozo de tierra, para tocarla siempre, y sentir que la vida es fría y molesta, como la arena guardada.

Thursday, November 10, 2005

Sabine

Conocí a Sabine una tarde cualquiera. Olvidé la lectura aburrida y me centré en sus ojos; por primera vez en mucho tiempo sentí el impulso de aferrarme a ese instante puro de vida, a esa intuición lapidaria de que el mundo podía cambiar a mis pies con tan solo una caricia de sus manos llenas de blancura arquetípica. Desde entonces, sin faltar un sólo día, acudo puntualmente a conocer el precio de la comanda, la posibilidad de elegir entre la leche fría o caliente, o acaso la indicación extensa de dónde se encuentra el periódico de turno. Ensimismada, racial, mediterránea y dulce, Sabine me ha apartado del dolor de esta vida, como si tuviera la posibilidad de curar mi corazón hipertrofiado y mis cuitas infames de imbécil herido. Cuando la veo resuelta y vivaz, como una ardilla coqueta, se me revuelve mi corazón lleno de sombras. Sabine, ponme en tus manos, madéjame en la rueca de tus besos, tiéndeme un oculto hilo de araña benefactora y fúndeme en tu abrazo de mantis religiosa. Destrúyeme, porque quiero ser polvo en tus manos, viento disperso esparcido en el aire que lleva el aroma dulce de tu sexo cálido. Arráncame de esta vida sin sentido y hazme ver el valor de una estúpida mañana de siempre, como la de todas las jornadas del mundo donde hacemos lo mismo, con esa sonrisa torpe y consecuente del salvaje feliz, del idiota con suerte.

Wednesday, November 09, 2005

KYRIE

Veo a los hombres como sombras de sí mismos. Reflejos pálidos de lo que pensaron y ser acabaron siendo. Arrastran sus frustaciones como un pesado fardo, como jorobados ausentes de la pesada carga a sus espaldas, siempre a las espaldas, para no verse a sí mismos. Arrastran con cualquier signo de dulzura, pretender destrozar como un ave del Averno los vestigios de una entrega. Pululan por el mundo despreciando los hechos consumados, las disposiciones de los corazones humildes, la chispa de un genio o la creatividad espontánea de un inocente puro. Este mundo es un testigo de los ejércitos invasores de amargados que arrastran el corazón oxidado por el desengaño primigenio. Mirad a los ojos ajenos: decidme dónde campea una mirada limpia. Contad con vuestras manos agrietadas por la vida dónde se encuentra una llama viva, un acto de coraje, una mano tendida que no acabe transformándose en garra. El cielo, con sus sustancias infinitas y su transparente materia, es testigo de los hombres como una tragedia sin fin cuyo telón nunca se cierra. Oíd las trompetas de un apocalipsis cercano y desenterrad vuestra sonrisa, pues del paraíso perdido nos queda la llama, el ardor, el fuego y la palabra.

Monday, November 07, 2005

Apertura de dama. Otoño de 2005

Camino hacia el empleo. La cabeza baja, mirando al suelo. Los bolsillos que calientan mis manos frías, presagio del incipiento otoño, con su siniestro cortejo de luces apagadas y sombras de futuro. El vaho se pega en los cristales de los comercios aún cerrados; los pasos entumecidos, las banderas cubiertas de escarcha, y un no se qué de tedio que invade la ciudad de este rincón del mundo donde la gente calla y los viejos mueren de tedio. Oigo mis pasos: dichoso el hombre que oye las pisadas monótonas sobre los muros de las casas conocidas, dicen. Pero estos muros de adobe y estas flores resecas, estos faroles apagados y estos transeúntes conocidos son sólo sombras, que acaso después de la muerte vuelva a encontrar en un purgatorio no deseado. Me hablan de la muerte como si nunca viniera a rendirnos visita: está al acecho, aguardando el alma débil de un suicida, el carcoma progresivo de un moribundo, las cuadernas desgastadas de un corazón agotado.

¿Cuál es la esencia de nuestra vida? El acto de repetición de los mismos pasos; la destartalada mecanización de los humores corporales; el inconsciente ejercicio de sistematización de las costumbres. Caminar errabundo en una existencia marcada con apenas los trazos pobres de una sinfonía sin armónicos. Mirad, amigos y hermanos, vuestra sombra en el espejo de la vida. Y si esos ojos reflejados son tristes y vuestras arrugas aparecen marcadas a gubia ferruginosa, oíd la voz intuitiva que sale del piélago del alma y que os anuncia el apocalipsis del mañana. Silencio, horror, desgana y hambre de luz.