Sunday, April 30, 2006

El amor recobrado

Ya no es la misma mirada, ni las mismas manos que un día entrelacé temeroso y esperanzado. El beso de retorno no me sabía a la sabia nueva de entonces, ni volver a mirarla me descabalgó el alma y me alteró la sangre, como por entonces era frecuente en los años brumosos que se disiparon en el laberinto informe de la vida descubierta. Más bien venida como una aparición no deseada, volvió a hacerme familiar sus acentos, sus olores y sus quejas; pero el paso inexorable de las horas, de los meses y los días, me habían enterrado esa pasión absorbente y presurosa, instalándose una especie de madurez serena y sosegada. Ya no me importaba que mi mirada estuviese contaminada, ni que mi memoria me trajese agravios y desencuentros. Comencé a escucharla sin prejuicios, a mirarla sin predeterminar aquellos que deseaba ver; poco a poco me fue cautivando su anodina sonrisa, su desvelada serenidad, su heroísmo sin ambages. Y olvidé a aquella mujer del antaño, plagada de impresiones fulgurantes y voraces; me instalé en la comodidad y el sosiego de los viejos, y desde entonces, estoy comenzando a amarla con el dulce aburrimiento de lo visto. Y está ya tan metida en mí, que adoro la anodina vida, el tedio cotidiano, los besos ya conocidos. Y espero esa muerte inevitable entre sus brazos cansados y mi idealismo enterrado.

Tuesday, April 25, 2006

El Moldava

Volví a ver a Teresa desde el asiento del tranvía, cuando observaba el Moldava y de pronto su abrigo rojo me separó de la visión del agua clara que se reflejaba en los puentes. Habían pasado cinco años desde la última vez. Sin preguntarme por las circunstancias del secreto encuentro de mis ojos con su figura, la ví intacta, como si su expresión se hubiera congelado. Llevaba los labios pintados, los tacones rojos de la primavera y el pelo suelo siempre con aquellos pasadores de niña buena que le pegaban el pelo y le ondulaban los mechones negros, que aquella mañana se agitaban bajo el aire gélido de Praga. Mientras se alejaba el pesado cuerpo herrumbroso del tranvía, aún tuve tiempo para mirarle a los ojos, que coincidieron con los míos para volverse a separar y dirigirse a algún punto inconexo, sin reconocer que era yo, el yo vivo y de siempre, conservando intacta esa fascinación que me ejercía mirarla con atención cuando dormía, o llorarle en las manos cuando sus besos me dejaban paralizado. Atravesó la calle, sonrió a un niño que se le cruzó jugando descuidadamente y se perdió en el puente de San Carlos para siempre. Antes de que llegase a mi destino, me penetró el perfume íntimo de su cuello dormido.

Alguien me contó que una mujer mujer de tacones rojos fue vista en Hradcany, sonriendo a las palomas y mirando con tristeza los trece puentes de Praga, como esbozando la última mirada que precede a una despedida.

Saturday, April 08, 2006

La muerta

Había muerto siendo niña. Envolvieron el cuerpo en un sudario de seda blanca, esparciendo ungüentos sobre su piel aún caliente. Peinaron su cabello ya rígido en una ceremonia de raíces milenarias y la dispusieron a la exhibición ordenada, mientras caía el sol de rigor y las moscas zumbaban sobre la estancia atascada por un olor a hinojo seco.

Durante dos meses los padres apenas abandonaron la tumba. Dispusieron una lona dura sobre el olivo que daba sombra, y allí, inmóviles, con sendos rosarios en la mano y el rostro carcomido por la desolación, le hablaban de las cosas comunes de la vida, de los acontecimientos cotidianos y de los proyectos de un futuro sin esperanza. Cada mañana, puntualmente, recogían flores silvestres que colocaban a los pies de la tumba. De vez en cuando retocaban con un pincel las incisiones doradas que dibujaban el nombre de la niña en la lápida de mármol negro. Llegó el calor, y entonces, bajo el suelo caliente, extendieron esteras de esparto, velando como guardianes enloquecidos los restos del fruto segado tempranamente.

La Guardia Civil se presentó el último día de abril para comunicar el desalojo. Ciertas obras que habrían de remozar el cementerio; el creciente peligro de los muros de cal a punto de vencerse... el padre protestó sin éxito, siendo conducido al calabozo mientras la madre se agarraba a la tierra y tragaba cal y arena. El camposanto fue cerrado.

Una semana después el cuerpo del alcalde apareció colgado de un chaparro, con un trozo de sudario blanco de niña muerta recogido en la mano crispada. La tumba se encontraba abierta y vacía. Dicen los viejos que, por la noche, vieron a los padres cavar sobre la tumba, tomar el ataúd aún blanco y cargar con él sobre un carro tirado por una mula también blanca. Lo cierto es que en algún lugar de la comarca, o más allá de las montañas, el cuerpo de la niña custodiado por unos padres devotos descansa en paz para siempre.