Monday, January 30, 2006

La Maga

La Maga había muerto. Durante cuarenta días y cuarenta noches velaron su cuerpo, amortajado con una sábana negra. Los gallos enmudecieron y las campanas quebraron. Los niños nacían con estigmas y las vírgenes del pueblo comenzaban a morir con una sonrisa grotesca. Por aquel entonces el loco del pueblo calló para siempre, y durante las madrugadas una creciente sombra recorría las calles. Al cabo del final del duelo, la maga despertó. Cayó su sudario y la venda que le ataba las quijadas:

-Dentro de una semana todos los machos jóvenes que no sean hombres habrán de morir de fiebre negra.

El pueblo dirigió plegarias, entonó salmos y llenó la tumba de la maga de cirios ardientes y crespones de colores. Pero al cabo del tiempo señalado, encontraron el ácido sabor de la guadaña. Las madres desesperadas de los machos impúberes se golpearon el pecho y arrojaron tierra a sus ojos.

Pero entonces surgió la niña virgen. Vestida de comunión antigua y sonriendo como una mártir de los tiempos primeros, anunció la cizaña y la langosta:

-Recoged las mieses y guardad el trigo.

Los incrédulos abominaron de la nueva santa, pero al cabo de los siete días el sorgo devoró sus cosechas y el hambre mató en lo sucesivo a los vástagos. El pueblo atemorizado esperó la redención por las misas, los ruegos y las oraciones permanentes. Pero la niña virgen dijo:

-Venid a mí con una rama blanca y dos monedas de cobre el día de la luna llena. Quien no quiera será ciego.

Llegó el día señalado y todo el pueblo cumplió la atemorizada penitencia. Pero el mendigo ciego alzó la voz y las manos al aire:

-Señor, llévate a tu seno a los falsos profetas.

Y aquella noche la niña virgen apareció lívida y rígida con la sonrisa moribunda. Cuando acudieron al ciego en señal de venganza, se oyó desde el monte una voz rasgada y honda:

-¡Morid todos, infames, culpables únicos de la desgracia idólatra!

Y así fue como hoy, en este dia y en esta hora, el pueblo desierto es una tumba.

Monday, January 23, 2006

Un amor desaparecido (III)

Teresa me había citado cerca del puente. Corría un viento llegado de muy lejos, soplando aromas del desierto luminoso. Se aproximaba la hora de un crepúsculo rojizo, sangriento: sentí un miasma duro subir desde la espuma del agua hasta el centro de la gravedad de mis miedos, susurrante y mortecino. Fuera la premonición de un desastre, o la inquieta sombra de la espera, lo cierto es que temblé con rabia. Teresa se aproximaba desde el arco de acceso. Por entonces mis ojos ya sólo bebían de su causa.

Paseamos en silencio. Teresa había vuelto a mostrarme su rostro atenazado de un dolor probablemente incontestable. Paró en seco y tomó mi mano. Antes de respirar con hondura, como quien expira su alma en un último aliento, miró con creciente tristeza la silueta casi cobriza del agua. Fieramente bella de halo mortífero, lanzó un suspiro como de esfinge clásica:

-Manuel, sólo deseo ser tu amigo. Posees cualidades excepcionales como hombre. Pero desde hace tiempo apenas puedo pensar en otra cosa que en matar esta desolación. Él me ha respondido: ya no me ama. Estoy yerma. He sido vencida. Manuel, mi Manuel, mi corazón está exhausto. Puedo ser tu amiga; no puedo ofrecerte más.

-Teresa, me duele no tenerte de cuerpo a cuerpo. Me duele no beberte, no tomarte entre mis manos, no volver a recorrer tu espalda mientras te clavo el aguijón de mi lengua en las entrañas de tus besos. Será mejor llevar caminos distintos. Que seas feliz.

Teresa callaba.

Córdoba era una tumba con mi nombre. Por aquel entonces, y aún hoy, esa ciudad quedó encerrada con la elegía del recuerdo. Aquella luz, aquellas piedras, se llenaron de un luto que tañía puntualmente en las campanas que tocaban a cuartos, a medias, y a mi pena.

La fría mañana de mi último viaje los campanarios mudaron. Teresa se hizo de piedra. Convertida en estatua, fue eterna. Y yo, en mi temporalidad maldita, aún la busco. Será el viento del desierto, o aquellos malditos besos que me arrebataron el sosiego. Lo cierto es que perdí para siempre, y que en algún lugar, mirando desde el puente, alguien lleva mis ojos a recaudo, mi alma en sus manos y mi esperanza enterrada.

Monday, January 16, 2006

Un amor desaparecido (II)

Nos citamos a la salida del hospital. Cenamos en la ribera del río, mirando fluir el agua. Confieso que me sentía torpe. Abominaba de esas frases de presentación y cortesía que preceden a la verdadera antesala de la complicidad, pasillos de un amor que conduce a una estancia cálida. Teresa irradiaba una serenidad casi heroica mientras mis ojos estaban abiertos con la ventana de un amor sin prejuicios.

-Ayer quise estar contigo a solas, Manuel. Tu maldito compañero se empeñó en invitarnos. Tuve que soportar no compartirte a solas.

Ciertamente aquel imprevisto me llenó de rabia. Pensaba que el destino me la arrebataría para siempre sin volverla a ver nunca más.

Estaba más arrebatadora que nunca. Hablaba sin parar, pasando de uno en uno por todos los temas triviales que van precediendo a un momento de intensidad máxima, donde el terreno abonado a las confesiones está dispuesto a desplegarse. Deseaba con todo mi ánimo engrandecido rebelarle mi amor más profundo.

Sin embargo, desde el primer encuentro, había observado una extraña disposición de dolor en su expresión, que íntimamente me daban a entender el secreto de algún asunto irresoluble, la manifestación de una frustración o acaso la latente herida de un amor pasado que aún palpitara sin descanso. Era bella y elegante, y no era de extrañar que los azares de la vida mundana hubieran dejado repetidas huellas de dolor en un corazón tan puro. Tomé sus manos entre las mías y le solicité con franqueza la confirmación de mi intuición. En lo más hondo de mi amor no era la curiosidad lo que me impelía a solicitarle una aclaración, sino más bien el secreto deseo de que una confesión sincera arrebatara definitivamente de su alma las congojas de una pena sin testigos.

-Manuel, estoy muerta de miedo, metida en una crisis que me parece en el fondo irresoluble. He amado a alguien o quizá le sigo amando...¿qué supondrá en el futuro perderle para siempre? ¿dónde quedan los instantes pasados, los besos dados? El tiempo pasa, la vida se me va. Y él sigue ahí flotando sin llegar a mí, como una sombra de la que no puedo zafarme.

Antes de continuar sonrió tímidamente y estrechó mi mano con fuerza:

-Tienes las manos tan ásperas... Y sin embargo tomas las mías con tanta dulzura...

Me miró con vacilación. Sonrió nuevamente. Me abrió a las palabras del alma sus labios rotundos:

"Me enamoré como una loca de aquel hombre. Comenzó siendo cualquiera y ahora empezaba a convertirse en el todo de mi tiempo y de mi vida. Nos veíamos clandestinamente... Él -sabes, Manuel- está con otra mujer. Apenas hemos gozado de instantes de paz. Cuando me citaba, le contestaba de pura rabia con alguna excusa. Cuando desesperada le pedía una cita, se ausentaba con algún pretexto al cabo de un rato, tras un beso furtivo. Cuando llegué a Córdoba le pedí que viniera conmigo. Aún no me ha contestado.

"Me encuentro angustiada, acuciada por verle un final a todo esto. Le amo y al mismo tiempo le odio. Esta espera me está matando.

Mi amor por Teresa era puro como un rayo de sol salido del contacto con la superficie de un cristal precioso. Decidí arrojarme al dictado de una ternura sin egoísmo:

-No puedo por más que quererte con franqueza casi estúpida. La primera vez que te ví me pregunté por el motivo de la melancolía que se reflejaba en tus ojos. Cuando te besé por primera vez, arrancaste a llorar. Acabo de comprender que tu apelación a mi ternura fue en el fondo un llanto por todo lo que aquel hombre te había arrebatado...

Vacilé hasta continuar:

-Habla con él con la intención de extraerle sus verdaderas intenciones. Fuérzale a darte una respuesta contundente. No tienes nada que perder. Si accede a ser tuyo, serás feliz; si te rechaza definitivamente, podrás enterrar para siempre esta incertidumbre. La amargura de tu rostro es creciente. A momentos de ternura preceden miradas perdidas, silencios incontestables. Una creciente y mortecina luz de congoja te lava de la cara ese aire de amor y te deja convertida en una imagen de cera. No puedes continuar así.

Escuchaba atentamente mis palabras y asentía. Su pelo ondulado y rizado, de mechones claros, ondeaba en una quietud estatuaria. Sus manos de madonna napolitana yacían entrelazadas en la mesa, ajenas al hambre de mi boca sedienta por precipitarse.

Concluimos el ciclo vital del entendimiento profundo. En el Café nocturno cálidamente iluminado cogió mis manos y las besó tiernamente. Clavé mis abrazos en su piel como un enloquecido. Ataviada con una camisa blanca, su cuello manierista resaltaba heroicamente.

Nos fundimos en una caricia creciente. Mis brazos se aferraban a su espalda como si el devenir me la arrebatara para siempre, como si una muerte súbita me la dejara inerme entre la fuerza inasequible de mi aliento vital hacia sus labios. Yacía recostaba sobre mí, con los ojos cerrados, respondiendo a mis besos como transportada por un presentimiento aciago. Reíamos y llorábamos en silencio, pasando del miedo a la euforia de una manera agónica, consumiendo los últimos cartuchos del dolor a punto de ser traspasado por la llama viva de una luz benefactora.

Y entonces me ofreció su boca mortífera en el umbral de la puerta sagrada de su casa prohibida. La amé viva y evocadoramente en mi paseo de vuelta. Teresa se había instalado en mí como se instala el olvido, para no marcharse nunca más.

Sunday, January 15, 2006

Un amor desaparecido (I)

Me enamoré de Teresa a primera vista. Quizá se debiera a la soledad de las guardias del hospital, en la meridiana madrugada. Quizá se tratara de su rostro impenetrable, probablemente sumido en alguna pena trascendental, que la hacía glacial e impenetrable a las miradas cálidas. Lo cierto es que las frases comunes fueron fluyendo progresivamente entre nosotros hasta que en algún momento, cómodamente instalados en una complicidad creciente, decidimos citarnos en algún lugar donde la luz nos permitiese mirarnos sin un velo opaco. Allí estaba Teresa, dulcemente llena de color en su sonrisa humanizada, mirándome con ojos profundos, dejando mover aquellos labios que deseé desde el momento mismo del primer encuentro. Allí estaba Teresa, hablándome de sus miserias y grandezas, dejándome fluir su voz de heroína de otros tiempos mientras yo me enamoraba con un deseo creciente, que comenzaba a subirme hasta el pecho y me estallaba cada instante con una intensidad desconocida.

Acabé besándola en un cálido sillón turquesa. Sus besos era suaves; tanteábamos nuestros labios con la quietud del amor descubierto en un estado embrionario, casi temiendo desbordar un deseo inevitable y creciente. Teresa comenzó a llorar

-Manuel, me besas con una ternura que apenas he conocido

Reprimí mi intención de rebelarle mis deseos de dejar de vivir la vida si se apartase en ese momento de mis brazos. La acompañé a casa:

-Quiero pasar esta noche a tu lado, Teresa.

La noté turbada. Una excusa extraña salió de lo más hondo de su incertidumbre y se instaló en mis oídos. Desconcertado y respetuoso, me despedí en el umbral de su casa. Su beso de despedida en mis mejillas me clavó una daga en lo más hondo del deseo. Como una sombra por las calles de Córdoba, deambulé aturdido, enamorado y asustado.

Sunday, January 08, 2006

Pere Lachaise

París. 29 de diciembre de 2005. Para Gawi.

Observo mi figura delgada en los espejos de las tiendas de partituras. El severo extranjero caminando por las calles empedradas, buscando su propio cortejo de sombras. Los pasos medidos; el estudiado gesto de hombre que aspira a ser alguien. Todo contribuye, en esa espesa niebla que acompaña, a crear una estatua viviente en un pedestal de aire. Miradle, se hace llamar existencialista. En el fondo, es un español sin sombra y sin recuerdos.

Hoy me encontraré con mi rosario de sombras en el cementerio parisino de Pere Lachaise. Apenas ha amanecido y sobrepaso los umbrales silenciosos de las piedras nobles, repletas de avenidas pavimentadas donde se erigen cenotafios y lápidas elegantes. La niebla engrandece el escenario. Los pájaros emiten sus cantos cruelmente, como presagios vivientes. Oigo el crepitar de mis pasos y el rumor ajeno de los otros locos que buscan como yo algún muerto ilustre. Hay pabellones funerarios cuyas puertas han sido abiertas por la fuerza del tiempo, y entonces se vislumbra algún reclinatorio carcomido, sostenido como por milagro en pié, invitando a una oración o a un último memento. Las piedras del suelo, las semillas de los sauces. Sopla un frío viento, anticipo del escenario desplegado de la vida ausente; los ojos me lloran de frío y de emoción sin calor. Mi sombrero de ala ancha; mi largo abrigo de paño oscuro. Mi rostro de hombre del Sur de frente arrugada y gesto duro que coteja los nombres anónimos de las tumbas, las lápidas de letras doradas, las inscripciones en alfabetos ilegibles, las flores en los mármoles. Avanzo, le busco. Aparece en una elevación del camposanto, presidiendo la perspectiva desoladora de las cruces y las urnas de piedra, océano de huesos secos y flores podridas. El frío cala el tuétano y enmudece las manos. Un mármol negro, perforado delicadamente por gubíes de oro dibuja el nombre de

MARCEL PROUST

Toco el granito helado y beso la cabellera de la augusta cobertura. En silencio, mirando la superficie pulida, le imagino mirando por los cristales, con un crisantemo en el ojal y el cabello partido en dos a la moda. Una última plegaria; mi sombrero en el pecho. Dame, viejo amigo, el vigor necesario para una vida basada en las palabras.

Cuando abandono el cementerio, hay algo de mí mismo enterrado en esa arena sagrada.

En el arco de la portada alguien vende planos con la ubicación de los muertos ilustres: quién tuviera una espada flamígera para expulsaros, mercaderes del mundo, del templo de los muertos.